Para el artículo de hoy necesitaremos cinco cosas:
1. Que hayáis disfrutado de un rico y saludable almuerzo en vuestro Imanol preferido.
2. Una jarra de agua fría. Y mejor que fría: muy fría.
3. Un vaso para el agua.
4. Una copa de balón a temperatura ambiente.
5. Una botella de whisky Johnnie Walker etiqueta azul: el mejor whisky del mundo.
En los Asadores Imanol sabemos cómo homenajear vuestros paladares.
Lo hacemos a diario, con nuestra carta, capaz de satisfacer los retos más sofisticados en torno a sabores y texturas…
Y no podía ser menos a la hora de haceros sentir exclusivos.
Seguid nuestro consejo…
Nos servimos agua fría en el vaso. Veremos cómo el vaho acudirá para empañar todo el cristal. Cuando éste quede opaco será el momento adecuado para dar un trago purificador.
Este primer trago, de agua, enjuagará nuestra boca y la preparará para recibir al whisky de cero, sin condicionarlo con los alimentos que hayamos disfrutado con anterioridad.
Terminado el sorbo de agua fría, nos servimos el whisky, preferiblemente sin hielo y, por supuesto, sin agua. Lo dejamos unos segundos en la copa de balón. Sin tocarlo, sin agitarlo… empieza la magia.
Casi inmediatamente después de reposar la copa de balón en la mesa sentiremos una fragancia embriagadora que empieza a hacerse un huequecito en nuestros sentidos.
Se nos activará el olfato, y éste irá evolucionando a la par que evoluciona la experiencia sensitiva conforme vaya suavizándose el discreto aroma a turba que enriquece a nuestro Etiqueta Azul, pero no lo perturba. Esta es su presentación, el anverso de su tarjeta de visita… con reverso sorprendente. Cuando ya nuestro olfato se ha hecho a la suave turba característica del whisky escocés destilado. Sentimos la metamorfosis de la cebada en nuestro olfato, esa turba delata a la malta que ya es, y lo es para nosotros.
Y he aquí que aflora ese reverso ya mencionado. Cuando nos ha cautivado por la turba, nos disturba afrutándola y volviéndola a suavizar.
Este es el primer impacto del Etiqueta Azul de Johnnie Walker. Y todavía no lo hemos catado.
Entonces sí, ya hemos torturado de placer nuestro olfato, dejemos que entre en acción nuestra vista y escrutemos primero ese oro fundido que preña de vida la copa de balón. No lo hemos probado y ya estamos salivando. Procede acercar un poco la copa para otear el mundo a través de este filtro de placer… y ahora sí, con delicadeza, damos una suave sacudida de muñeca para agitar sin excitar el whisky que lleva dentro. Manchemos las paredes de la copa para verla llorar de placer: cristal lacrimoso que arracima gotitas que bajan despacito, escurriéndose, sin agarrarse.
El primer aroma que habíamos mencionado, la turba, habrá creado una atmósfera que lejos de ratificarse al acercarnos la copa a la nariz se difuminará como un aliento de esperanza al sentir un aroma fresco y afrutado (aquel reverso del que os hablaba) condicionando nuestra respuesta a la cata pues, ya antes de haberlo paladeado lo recibiremos con una mueca de satisfacción.
Satisfacción indescriptible cuando explote en boca despertando nuestra lengua y huya hacia nuestro paladar dejando una estela tras de si difícil de etiquetar al ir variando casi imperceptiblemente de matices y sabores para cerrar el círculo perfecto retornando la turba original y rematándolo con un toque de pimienta que no hará si no agudizar la experiencia.
El hombre destila líquidos desde los tiempos de Mesopotamia y la antigua Grecia, pero alcohol, lo que entendemos por destilación de alcohol no tendrá lugar hasta el siglo 13, nada menos que en Italia, bajo el nombre latino de “aqua vitae” o agua de la vida (eso sí, con fines medicinales).
En Italia, según rezan los textos del ilustre filósofo, teólogo, escritor, profesor, lógico, matemático y mártir franciscano mallorquín, Don Ramón Llull. Una de las mentes más privilegiadas que ha dado España y que jamás haya conocido Occidente.
Así pues, si lo dice Ramón Llull yo no soy quién para llevarle la contraria.
La “destilación” tardó dos siglos en saltar el charco hasta las islas británicas, llegando primero a Irlanda y años después a Escocia. Se mantuvo dentro del ámbito monástico pues los frailes curaban almas y cuerpos, siendo también cirujanos barberos y usando el “aqua vitae” para evitar infecciones.
El dato más antiguo de whisky (o güisqui, como nos sugiere la RAE) se remonta a la Irlanda del Norte de 1608, y 100 años después ya está instaurado en Escocia, aunque llega a peligrar por el habitual despecho impositivo con que los ingleses castigaron a todos los territorios que ocuparon (perdieron las colonias americanas por el impuesto del té). Aún así sobrevivió la tradición (llegándola a exportar a los incipientes Estados Unidos en donde llegó a ser moneda de cambio).
Solo hicieron falta otros 100 años más, para que el primer “Walker” se decidiera a entrar en la historia del whisky (y de Escocia) elaborando un primer whisky de malta blend que sería igualado y superado por el que destilaron sus nietos a partir de 1906 y así hasta nuestros días con la sola excepción del parón en la producción por causa de la 1ª Guerra Mundial.
Sin duda nuestro “caminante” (por Walker) debe su fama al tesón familiar y a su nunca parar de avanzar. Walker es el apellido familiar y ésta, igual que su whisky recorrerán un camino de más de dos siglos de esfuerzo y superación adaptando la historia del Whisky a la Revolución Industrial y aprovechando cada herramienta que ésta le brindó para hacerse un nombre en su localidad, crecer dentro de Escocia y llegar a Inglaterra con el gran invento del momento: el tren, para terminar siendo conocido (y reconocido) como el grande que es en todo el orbe gracias al barco de vapor, cuyos capitanes, oportunamente “premiados” por la marca, ejercieron de embajadores en cada puerto.
Lo que originalmente era un whisky artesanal y local (Kilmarnock, en torno a 1825) terminó convirtiéndose en un fenómeno asociado a la calidad y el buen gusto tras formalizar su registro definitivo en 1877. El logotipo vendría unos años después, de modo fortuito aparecerá el “caminante” en 1908. Esta figura les permitirá adaptarse a la publicidad y en 1909 rebautizan sus botellas para llamarlas por el color de cada etiqueta. La idea no fue toda suya, se inspiraron en los propios clientes que identificaban cada whisky por el color de su etiqueta.
La botella de Johnnie Walquer quedará inmortalizada en 1915 por Sir Winston Churchill al incluirla en su cuadro “Bottlescape”. Este acto, tan cotidiano como significativo supondrá, junto con pasar a ser proveedor de la Casa Real en 1934 el espaldarazo definitivo para la marca.
En 1992 aparece la etiqueta azul (Johnnie Walker Blue Label, de la mano del maestro destilador Jim Beveridgem), su botella suprema, capaz de aglutinar todo el sabor del whisky escocés en una única botella. Sorprende por su extremada suavidad, y sorprende también porque conjuga el “ahumado” (sin perderse en la turba) con el “afrutado” (sin convertirse en empalagoso): equilibrio perfecto.